domingo, 24 de mayo de 2009

Fuegos



Yo había rodado con la intención de darlo, a ese terrible Amigo, una rival menos ingenua. Seducir a Dios, era quitarla a Juan su porte de eternidad, era obligarlo a caer sobre mi con todo el peso de su carne. Pecamos porque Dios no está: como nada perfecto se presenta a nosotros, nos resarcimos con las criaturas. Cuando Juan comprendiese que Dios era solo un hombre, ya no habría ninguna razón para que no prefiriese mis senos. Me atavié como para ir a un baile; me perfumé como para meterme en la cama. Mi entrada en la sala del banquete hizo que se separasen las mandíbulas; los Apóstoles se levantaron con gran tumulto, por miedo a verse infectados con el roce de mis faldas: a los ojos de aquellas gentes yo era tan impura como si estuviera continuamente sangrando. Tan sólo Dios permanecía sentado en la banqueta de cuero: instintivamente reconocí a aquellos pies desgastados de tanto andar por todos los caminos de nuestro infierno, aquellos cabellos llenos de piojos de astros, aquellos grandes ojos puros como únicos pedazos de su cielo que le quedaban…Era feo como el dolor; estaba sucio como el pecado. Caí de rodillas, tragándome mi salivazo, incapaz de añadir el sarcasmo al horrible peso del desamparo de dios.

Me dí cuenta en seguida de que no podía seducirlo, pues no huía de mí.



Sigo releyendo a mi amada Yourcenar. Esta vez en María Magdalena, o la Salvación. Me encanta este breve relato que forma parte del libro Fuegos. Como tengo pensado volver a escribir muy pronto, y también estudiar guión con mi amiga y alumna de yoga Lucía Martinez (http://deparametros.blogspot.com/), estoy ejercitándome en la lectura de diamantes.




No hay comentarios:

Publicar un comentario